jueves, 3 de enero de 2013

Silvia Montenegro







Perdón,
¿sabía usted, mi reina, de la insoportable soledad de mis noches,
de las retinas en la garganta, de los reclamos del fantasma?
¿Sabía acaso del ritual de estar siempre adentro de mi adentro?





Todo lo sé.
Sé de tus hijos sin ojos
de tus cactus como hijos.
Pero lo que más sé
es de las fronteras de tu muerte.
Hay en tu ardor un dolor feliz de arder.



[...]



Tiene usted, mi amada, un raciocinio extraño.
Cicatriza sus heridas al sol.
Y luego es la inclemencia de las balas.
La ausencia del asombro.
La muerte.





Mi príncipe.
Viviríamos de nostalgias a cada instante
si no hubiera trincheras donde temblar para adentro.
Serle infiel al murmullo de las olas que nos trae siempre
lo que pudo haber sido.
Los recuerdos se nos orillan
se nos acomodan al alma.
Allí quedan
y no hay plegaria que los desaparezca.
Quedan sin nombre
haciendo del perfume un ritual
que no se logra olvidar
ni con el llanto de las piedras.
Mi bello,
el límite de la memoria es el holocausto.
Y así debe ser.




De Los príncipes oscuros, Ediciones Último Reino, 2008.







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