viernes, 28 de septiembre de 2012

Eugenia Cabral



G l a u c e


Del mar viene tu voz.
De todos los mares y todas las mareas.
De oleajes de trigales que mecían

a tus parientes gringos y pampeanos,

coronados por el flamear

de las migrantes banderías anarquistas
con sueños de paz y marejadas de pasiones.

Glauca, Glauce, marina.
Arrojada en otras violentas banderías,
amplia como la oscilación de la blancura.

Te desespera la sed del mar en esta mediterranía
siempre sedienta de grandes hechos,
siempre devuelta a la gravedad de las campanas.

Al fin todo es doméstico. Todo misterioso.
Lo grande nace de lo pequeño.
No viene del mar sino de la semilla.
No del infinito, sino del sol.
Pero tú renaces de los aires que producen
miles de banderas opuestas y coincidentes
balanceándose a un mismo ritmo.

Todo habla en ti.
Las revoluciones y las magnolias.
Las abuelas y las galaxias.
El amado y la muerte.

La poesía es a ti lo que la forma a la belleza.
Un soplo en el barro.
El roce de dos pedernales.

Y la palabra te transforma y aniquila.
Te hace suya. Te pide que seas viril para poseerla
y femenina para deslumbrarla.
Ningún otro destino te pertenece.
Ninguna otra pasión jugarás tan sabiamente.

Has venido del mar a la superficie de los genocidios.
Pero mira: toda palabra antes de nacer
recorre su propio olvido.
Alaridos de hórdagos en retirada
apagan tu voz
como la polvareda al canto de un pájaro.

Tu voz.
Desnuda y perfecta.
Plena y aciaga
como la hoja de acero del destino.



De Tabaco, Babel, 2010.







Ars  Erótica


En las primeras páginas del códice
se adiestra a la mujer en el arte de ofrendarse
y excitar la voracidad masculina.
Es la apertura hacia las arterias
que transportan el deseo y adormecen la racionalidad.
Esta es la fase lunar, femenina.



La mujer, dice el libro, debe ser vista por el varón
como la elegida que llegó casi fortuitamente,
en el momento preciso, pero sin hambre ni sed,
a una celebración concertada bajo la Luna,
desde alguna ocasión pasajera –poco gravosa
para que el encuentro resulte provocador y no acuciante.
Será un período de aproximación y alegría
donde el antiguo Dionisos recibirá las primicias
como suaves melenas bañadas de luz selenita.
La sed progresará poco a poco y sin pausa.
Dionisos beberá el líquido de a sorbos.
Las yemas de los dedos sumarán células sensibles
milímetro a milímetro,
hasta cerrar la cifra de la erección.
Los labios entreabiertos irán derramando
el tibio maná de la saliva con mesura,
como abonando la tierra para que brote
del mismo maná en la otra boca,
la boca del hombre cuya carnadura comenzará a tensarse
desde las plantas de los pies hacia la nuez de Adán
y, del mismo modo que el bíceps o el dorsal,
el pene se irá dilatando al tiempo que roba calor
del cuerpo que lo roza con la pierna, con la mano, el pubis,
en un deslizamiento natatorio,
puesto que el bullente oxígeno de origen salival
irá humectando el aliento que de ellos emane.
La exultación dionisíaca culmina ahí.



El varón, ya enhiesto su falo
por gestión de la caricia que simula
no reclamar resolución ni satisfacción
entrará en la fase apolínea, la etapa viril.
La exigencia masculina, los designios de Apolo
serán el motor de las prácticas.
El calor se tornará apetencia,
la erección irá encendiendo la sed.
Durante este lapso, según el texto citado,
las fobias tienden a convertirse en enemigas potenciales
de la armonía entre los amantes.
Ninguna astucia alcanzará a disimular
los profundos rechazos –rayanos en desprecio
y, no obstante, involuntarios, que pueden llegar a producirse
mutuamente el hombre y la mujer.
El ano decidirá la suerte de la supremacía.
El semen querrá penetrar más como violador
que como enamorado; si penetra o es repelido,
igual habrá presentado su moción.

Hasta el clímax, la mujer irá optando –señala el texto
entre el esclavismo y la cooperación;
durante el orgasmo, el varón habrá de pagar
en moneda corriente y de contado.
Los dioses y semidioses, asomados a sus respectivos palcos,
observadores desde el panteón olímpico, el Hades,
la orilla de la laguna Estigia o los campos Elíseos,
apostarán por turno a su campeón preferido;
ellos serán los idólatras y los amantes sus divinidades.

Con los jugos dionisíacos, las articulaciones de la pelvis
se habrán aceitado a manera de mecanismos psíquicos;
durante la agonía regida por el dios de las flechas
los plexos solares sufrirán embates más o menos ecuánimes.
Las neuronas que gobiernan la maquinaria
oprimirán las coyunturas ejerciendo mayor o menor presión
a medida del proyecto hegemónico
o el ansia de placer que las domine.
De ahí en adelante, la posición de los miembros,
la cabeza, la posición decúbito dorsal o ventral,
constituirán el resultado de una transacción
o la admisión de un acceso indeseable.
Llegados a esa instancia, puntualiza el libro,
la grosería de las demandas y la compulsión de los actos
llenarán la escena de humanidad.

El reinado de Apolo habrá exhibido
en progresión constante sus atributos castrenses:
la apolínea verga, el peto defensivo,
los brazos combatientes, los pies que hienden la arena.
Ella, entretanto, habrá preparado la fase
que el apologista denomina de la Sirena:
la partición de las piernas que hará del sexo indiviso
mitades conexas por el canal vaginal.
De la antigua unicidad sólo ha de sobrevivir
la huella del clítoris, esa breve prominencia
donde acechan el gemido y el bramar.



Apolo, que no es Ulises,
doblegará a la Sirena haciéndole parir de sí misma
a una mujer, a cuenta de los partos venideros.
No habrá seducción posible mediante la voz ni los gestos
de la anti-hembra mitológica.
El macho intuirá claramente la amenaza de castración
y antes matará a la que pudo haber sido su madre
que ceder ante melindrosos requiebros
de quienes, por dulces, no son menos peligrosas.
El anti-Edipo se volverá contra Yocasta
y presentará disculpas a su padre.
Aguerridas, las flechas traspasarán los velos.
La agresión será la forma de la castidad y de la ley.
Todavía obnubilada, esa mujer recién nacida
escuchará la orden que la expulsa de la histeria sin remisión.
Será una desalojada de su mansión familiar.
El murmullo de la verdad emergerá impertinente hacia la luz.
Los dioses, colmados, se retirarán a sus templos.



El último capítulo de esta pedagogía
describe el cuadro donde la que otrora fuese Diana
y devino Afrodita se convierte en Eloísa razonable.
Junto a la ventana, contempla la ciudad donde residen
(aunque él en realidad está de paso, rumbo al Norte)
y que fue contexto de esa noche;
luego, mira al semidiós
que abandona el aquietado oleaje de las sábanas,
la toma por la cintura y besa levemente sus hombros.
Él ya no es aquel fauno que horas antes
celebraba danzando y bebiendo,
pero tampoco ha de volverse un Ares
puesto que es hijo de Prometeo.
Los dos seres humanos se abrazan,
ya entregados a la polis y a Mercurio;
de mañana, ella hará de Palas Atenea
para complacer a su Abelardo
y él mudará de Jaguar en Quetzal.

Otras muchas metamorfosis han de imponerles
a posteriori nuevas gradaciones y degradaciones.
A pesar de ello, seguirán llamándose
con el mismo nombre
y no habrá cambios visibles en sus cuerpos.
Bajo cada apariencia persistirán tatuajes,
heráldicas subcutáneas. Rastros adorables
de revelación y lucidez; del amor, en suma: del erotismo.
Sólo la muerte será dueña de transformar
sus figuras y verter sus nombres en el olvido.
Ellos perecerán y el deseo habrá de trascenderlos.
“Amor constante más allá de la muerte”,
la princesa y el plebeyo,
el deseo en flor, en vuelo, por siempre jamás.



De En este Nombre y en este Cuerpo, Babel, 2012. 




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